jueves, 1 de mayo de 2008

La Espiral.

Elena leía el libro desde hacía más de media hora. Era uno de sus preferidos. No coincidía con la mayoría de los suyos en que su autor, James Joyce, hubiese alcanzado su punto culmine con Ulysses. No, ella estaba convencida de que los relatos de Dubliners eran los que valían por sobre el resto de su obra. Lo leía con fruición, una y otra vez, como intentando retener cada imagen, cada palabra. Como si cada una fuera un destello de sensibilidad que le permitiera trabajarlo luego como metal al rojo vivo y, ya sólido pero distinto, reproducirlo en el que sería ahora su texto perfecto. En su historia siempre a punto de ser escrita, un niño pequeño pero lo suficientemente grande como para que ella no pudiera soportarlo observaba un televisor antiguo, en el que una luz mínima emitía un silbido apagado, como de faro lejano.

La promesa de una imagen que nunca aparecía decepcionó a Facundo. Si bien intuía que aquel armatoste propiedad de su abuela no iba a permitirle ver su programa de la tarde en la mejor de las condiciones, la ausencia total de respuesta le parecía excesiva, aún para un televisor como ese. Pensó que podía pedir ayuda, pero seguramente su abuela no tuviera la más mínima idea de qué hacer. Había visto a su padre varias veces frente al televisor, un poco al costado, inclinar la cabeza mientras golpeaba con la mano derecha la carcaza llena de polvo. Decidido a solucionar el problema, se acerco al aparato dispuesto a imitar a su padre. Dicen que al recibir una descarga eléctrica durante un par de segundos uno siente hasta el último de sus órganos. Facundo percibió claramente su hígado, el bazo y el páncreas. Todo el sistema autónomo dijo presente al unísono mientras Facundo se desmoronaba inconsciente junto al televisor, que ahora sí mostraba borrosa la imagen del noticiero de la tarde.

El conductor miró a cámara y, con gravedad simulada, afirmó que en un choque en Beccar habían muerto cuatro o cinco personas. "Cuatro o cinco" dijo, y vio como el productor se desfiguraba en una mueca de horror. Durante el corte publicitario el conductor, con la mirada fija en la luz roja que se apagaba, comprendió instantáneamente que la muerte era absoluta, que sus juegos no comprendían las cifras intermedias, con decimales. "Se mueren cuatro o se mueren cinco, pero no se mueren cuatro o cinco, con la muerte no se jode, che" le gritaba el productor con la seguridad de los que perciben lo evidente. El conductor sabía que los llamados de los televidentes se iban a multiplicar, que los errores cometidos frente a muchos son los más fácilmente reprochables.

"Siempre lo mismo con esta mierda", pensó doña Ester mientras colgaba con violencia el auricular. Parecía imposible comunicarse con el canal durante las horas pico. Seguro que muchos otros que no tenían nada que hacer estaban llamando por lo mismo. Pero no era lo mismo. Su Alberto se había muerto luego de una agonía insoportable, tan insoportablemente como había vivido. Era ella la que había esperado hasta su último suspiro, la que conocía realmente a la muerte. Sola, impotente, con el repasador en las manos, se levantó de la silla y se sostuvo en la mesa para dar el primer paso. El dolor de la artrosis era irreal, como un poquito de la muerte a la hora del té. Doña Ester caminó hasta la puerta del patio. Con lentitud pero con decisión visualizó el camino de hormigas que circundaba la heladera. Lo siguió hasta su extremo donde una hormiga, quieta junto a una miga de pan, permanecía detenida con una hoja entre sus patas delanteras. Justo ahí aplicó el pisotón demoledor.

Elena, enfrascada en su lectura de Joyce, como ajena al ir y venir de todas sus compañeras, no pudo soportar el peso de la pantufla.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Maravilloso.

Anónimo dijo...

Un momento de inspiración que anticipa otros.Buenísimo!!!!!