martes, 18 de agosto de 2009

Living.

Al principio me pareció normal: la mesa en el centro, las banquetas al fondo, el sillón de cuero blanco enfrentado a la mesa y la poltrona Miller encabezando al grupo. Las bibliotecas, 3 negras y una blanca a la entrada; dos negras al otro lado de la mesa. Entre las dos bibliotecas negras de la derecha, el reloj digital con horas de las diferentes capitales del mundo custodiando una planta morada con tres hojas verdes en su pequeña maceta de cemento, y enfrentando a un cuadro erótico de T. Ungerer. Junto a la puerta, el espejo y la mesa de entrada; bien al fondo, la lámpara de pie con una bombita de 75W.
No solo me pareció normal, también me pareció adecuado. Al fin y al cabo el responsable de esa disposición del mobiliario había sido yo mismo. El grupo se mostraba sólido, con una presencia fuerte pero sin tender al agobio visual. Las líneas de los muebles coincidían en sus curvas al pasar la vista de uno al otro. La coherencia de materiales era innegable: cuero, madera, vidrio, tela, papel y acero se intercalaban y copulaban a lo largo del cuarto bien iluminado. El clima: exacto, agradable resultado de las corrientes de aire dirigidas por entre los muebles desde más allá del comedor.
Como a todo obsesivo del orden ese equilibrio me atemperaba. Se supone que los lugares que controlamos mentalmente son aquellos que nos defienden de nuestras inquietudes. Lo cierto es que al llegar del exterior sentía la palpable quietud de los muebles como algo preciso y seguro. Una especie de escenario en el que todos los actores cumplían al unísono su papel sin fisuras.
Con el paso de los días, sin embargo, noté que los actos se repetían invariablemente. Día y noche la mesa se mantenía en concordancia con las banquetas casi con una displicencia que, en un inicio, ingenuamente atribuí a sus limitadas estructuras. Fueron las bibliotecas las que me persuadieron del error: la abulia no tenía una relación directa con la complejidad cultural de los integrantes del living, sino que se había apoderado de todo el ambiente de una manera lenta pero precisa. Ahora mis llegadas se veían seguidas de una inspección ocular inmediata y general que buscaba en vano un movimiento secreto, algún deslizamiento imperceptible para el ojo no entrenado. Todo era en vano, ningún indicio me permitía afirmar la posibilidad de un cambio durante mi ausencia, de alguna rebeldía de los materiales.
El living era el negativo de un mundo exterior positivamente díscolo e inconquistable. Frente a la extrema libertad del caos, la ofensiva rutina del grupo mobiliario era una afrenta que no podía consentir ni sostener. Entendí enseguida que se trataba de un acto racional y calculado. La quietud, el aire detenido sobre los muebles frente a cada incursión mía, no eran más que una muestra del cinismo con que una lámpara, un cuadro y un sillón se vengaban de su demiurgo. Conocedores de la fina línea que separa a las obsesiones de la locura más productiva, los muebles sostenían una lucha que diluía mis más ridículos intentos por sorprenderlos en acción. Abrir la puerta y encontrar a la maceta sobre la mesa de cuero hubiese significado un éxtasis, una brutal confirmación de lo azaroso del mundo. El reloj junto al espejo negarían inmediatamente la posibilidad de un destino predeterminado de la humanidad.
Poco podía suponer que la situación empeoraría. La inmovilidad del living se volvía cada vez más agresiva. Llegué incluso a suponer que la biblioteca blanca estaba aún más ordenada de lo que yo mismo hubiera logrado. Sin embargo, esto no implicaba un cambio de situación, sino que era un orden exactamente igual al que yo había dispuesto, pero tan exactamente igual que representaba la plenitud del orden mismo. Esto me perturbó. La sola posibilidad de que el orden que yo había establecido hubiese sido apropiado por los muebles me pareció asfixiante.
Empecé por la lámpara. Quizás haya sido su fragilidad de chapa y vidrio lo que la transformó en mi primera víctima. Para llevar a cabo mi nueva obra, preferí usar un elemento contundente que proviniera de la cocina: no quería que ningún integrante del grupo del living fuera el emisario de mi mensaje de violencia y destrucción. Con el primer golpe de bandeja rompí la carcaza de tela y la bombita de 75W. Le siguieron el reloj, el espejo y la maceta con la planta morada de las tres hojas verdes. Las cuatro bibliotecas de la entrada cayeron como un dominó en un estrépito de libros y adornos. Sentí especial regocijo al ver a la última de ellas, la blanca e imperturbable, desarmarse contra el sillón de cuero también blanco. No recuerdo qué pasó después. Sí sé que constaté, entre desconcertado y extasiado, la desolación que me rodeaba. Todo era nuevo, sentía al espacio entre los muebles otra vez en movimiento. El aire volvía a fluir entre ellos, las líneas modificadas permitían a la mirada un nuevo camino.
Al otro día hice una limpieza radical del lugar. Tiré los muebles en peor estado y regalé alguno que todavía podía ser reparado. Descubrí nuevamente el brillo del piso de madera, la blancura de las paredes, las formas que la luz del sol crea sobre el cielorraso después del mediodía. Sin embargo hoy, al entrar a casa después del trabajo, percibí el mismo eco de estos últimos días. Inconmovible, sin modulaciones en el tono, rebotando de la misma manera contra las mismas paredes impolutas, quietas.
"Este living me está cagando la vida", pensé.
Y me metí en la cocina y cerré la puerta.

1 comentario:

Anita dijo...

La historia de mi vida.