viernes, 16 de mayo de 2008

Nada.

La primera vez que pensó en suicidarse se sintió valiente. Las siguientes veces ya no, mas bien exhausto de su vida anodina. Sí, anodina. Había conocido la palabra al pasar, durante un viaje en tren con su madre. El mismo viaje en el que un grupo de gente había matado a patadas a un punguista en el vagón de al lado. El acceso a una nueva palabra lo había impresionado más que la muerte de aquél chico. Era la muerte, nada nuevo al fin. Sentía su propia finitud como parte del juego en el que algunos quieren suicidarse, otros vivir, algunos que otros vivan y unos pocos, vivir para que otros se suiciden. "Los suicidas son todos cobardes", había escuchado decir a toda su familia durante toda su vida; aforismo que se seguía necesariamente del raro argumento de que la valentía era pertenencia de aquellos que se levantaban más temprano. No importaba, no se sentía cobarde. Era más bien una cuestión de estatismo, de rebeldía negativa. Era el árbol que subsiste a la inundación para secarse más tarde, solo. Un páramo que, en su caso, estaba lleno de gente, de ideologías y voluntades opuestas. 
Asfixiante. Así intuía su realidad mientras pensaba en la bolsa de nylon. Asfixiarse para acabar con la asfixia. Última simetría de una seguidilla de malentendidos en el que cada uno de sus vagos intentos por dar término a su vida se había asumido como torpezas propias de los años. De todas maneras, era algo secundario: nunca un suicida debe preocuparse por el qué dirán. Su muerte incluye la necesaria desaparición de todos los otros, caras que ya no miran más que la nada en que uno se convierte. Le gustaba recordar a Nerón, ordenándole a sus generales que se suicidaran para darle valor antes de su muerte. Él no podía pedir tanto, los anodinos no tienen derecho al reclamo. Son piezas gastadas, fuera de uso, listas para el desecho.
No había escapatoria. No haber tomado la decisión final, no haberla llevado a cabo con inteligencia, hasta el final, lo ubicaba ahora en un no-lugar. Un no-lugar en donde sus decisiones y deseos caían en el vacío más oscuro. Y todo empeoraba aún más. Era su madre la que venía, como todos los días, con la bolsita del jardín y el delantal. Era ver nuevamente su nombre sobre un fondo verde y blanco, una carátula de hilo bordado que no lo representaba en absoluto. Y seguir sus pasos: dos cuadras hasta el parque, doblar una hasta la vía, cruzarla lentamente por si el tren de las nueve le hacía el favor, doblar nuevamente y seguir otra cuadra hasta los brazos de la maestra, esa a la que querría contarle su nueva palabra, la que ahora no recordaba, la que era sinónimo de insulso, de insignificante, pero che, cómo era...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Un no lugar donde se resguardan los cobardes,mediocres,tibios,sometidos,anodinos....Desprecio ese no lugar.

Anónimo dijo...

mmmmmmmmmmmmmm, mmmmmmmmmmmmm,
hace mucho tiempo que no entraba a este blog que esta entre los mas mediocres de la galaxia y veo que no ha cambiado,

Saludos, del Inefable, esta vez desde, Monte Chingolo

Anónimo dijo...

te tragaste un cactus y/o se te encarnaron las comas..?

que latero
consígase una vida :propia

o comience una colección de pelusas